La señora esa que parece que no puede, con su móvil, leer el QR del restaurante, esa es la detective.

En el asunto que hemos decidido destacar en esta ocasión, por su interés, nuestro despacho intervenía como defensor de una compañía aseguradora. Los demandantes reclamaban unos daños y perjuicios, sufridos en un accidente, y tanto ellos como nuestro propio asegurado sostenían no conocerse en absoluto.

Sin embargo, no contaban con algo esencial: las aseguradoras no son organizaciones benéficas, sino sociedades anónimas, auditadas privadamente y supervisadas públicamente, que deben conseguir anualmente dos objetivos: dar beneficios a sus miles de accionistas, sin dejar por ello de ser competitivas en el precio de sus pólizas. Y eso no se consigue sin un potente departamento de detección del fraude, que evite pagar más por los siniestros de lo que se recauda con las primas.

Basta un hilo para tirar del ovillo, y en este caso las versiones de las partes, lo apartado del lugar del accidente, y la no intervención de ninguna autoridad pública, hizo sospechar a la aseguradora de un potencial fraude, por lo que contrató los servicios de una detective que, en primer lugar, analizó los perfiles públicos de los intervinientes en las redes sociales y encontró interesantes coincidencias, y con base en ellas se entrevistó con las partes del pleito, manifestando abiertamente, como es su deber, su condición de detective y su interés en verificar las circunstancias del siniestro.

El informe, en el acto del juicio, movió a las partes a reconocer que se conocían antes del siniestro y explicaron su negativa a reconocerlo con la excusa del temor a que, si lo admitían, ello perjudicase la tramitación del siniestro.

La sentencia ha sido clara: Santander no es Manhattan y conocerse no es tan raro. Lo que queda raro es faltar a la verdad.

Y cuando se falta a la verdad, nunca sabes donde estará el detective. O la detective.